lunes, 17 de marzo de 2014

El apego y la libertad


Apego, dichoso apego.
La cultura europea, en la que he navegado e intento, cada vez más, ampliar mi visión, nos lleva a unos apegos sobre la materia, me refiero no sólo a “el tener”, sino también al poseer, de alguna manera a las personas  que “queremos”. Tal vez, cuando cambiamos al uso de la palabra “amar”, ya no hay tanto apego ni resistencia a la libertad propia y ajena. Amar sin propiedad, sin condiciones: amor incondicional. Amar a tu pareja por ser quién es, no distanciarse por el cómo se comporta, siempre y cuando nosotros mismos sepamos amarnos y poner, para ello, una actitud de respeto, con lo que se inicia ese boomerang. No estoy diciendo permitir hasta recibir lesión de cualquier índole. A veces, agarrados a unos patrones de pensamiento automatizados, no sabemos cambiar ese “chip” y somos nosotros mismos quienes invitamos a según qué situaciones.
Podemos observar en los animales y ellos lo hacen más fácil.


Nuestra relación con los hijos, esa pseudolibertad en la que “es mi hijo” conlleva a unas posturas, a veces de posesión, como si no fueran seres interdependientes, sino dependientes. En cierto aspecto una de las tareas de los padres, es protegerlos, pero no borrar su propio formato o esencia, moldearlos, no castrarlos, de manera que los hagamos dependientes de cualquier forma de expresión.  
Una forma de medir nuestra propia libertad, de aquello en lo que nos damos permiso a realizar, desde nuestro pensamiento, palabra y luego acción, es reflexionar y utilizar las neuronas espejo de aquello que permitimos o no permitimos a otros. Y, con otros, me refiero a cualquier ser de nuestro entorno, con mayor graduación con los que forman parte de nuestro círculo de influencia. Tanto cercanos como viviendo a kilómetros, pues ya sabemos que cada vez más, las distancias son virtuales. De ahí que surja la frase “la confianza da asco”, a veces, al confundir este linde de libertad, pretendemos imponer, muchas veces inconscientes de lo que estamos proyectando, y perdemos el respeto ajeno.


Cuando el apego es hacia un ser querido que ya no está en “modo terrenal”, duele, escuece, hace que nos distorsionemos internamente y que, de alguna manera, interrumpamos nuestro propósito diario: ser felices y aportar al mundo nuestra entera felicidad. Nos inunda la tristeza, una tristeza que, si bien es natural por ese cambio que nos indica una forma nueva de seguir viviendo, ese salir de nuestra zona conocida y aprender ahora a vivir sin esa presencia física del ser querido, aún nos aturde. De alguna manera, creemos que los necesitamos, que sin ellos no será nada igual. Es cierto lo segundo, sin embargo, en eso consiste el crecimiento y, cuando  somos pequeños y no estamos tan viralizados por condicionamientos, normas y miedos, vemos natural el crecer. Incluso, como así nos lo presentan y, bastantes lo solemos “comprar”, la información que recibimos, desde diferentes inputs es que entramos cada vez más en inteligencia y, por lo tanto, acopio de poder: “ya lo entenderás cuando seas mayor”, “entonces podrás opinar”,… y esas frases que traducimos a “me verán más”, “aún no me puedo mostrar como soy”,” voy a ver cómo me lo monto para ser importante hacia los otros”. Qué lástima, qué manera inconsciente de condicionar y, luego, condicionarnos nosotros mismos. O bien buscando la aprobación, el reconocimiento, el equilibrio entre lo justo y lo injusto, el qué dirán, el bailar con las quejas que vemos anunciar por otros y que ni siquiera estaban en nuestro campo visual. Nuevamente, todo nos lleva a la mayor razón del Ser, sentirnos amados. Ahora ya podemos ver la mejor versión de nosotros mismos: ser no es fingir ni justificar, sino amar sin traspasar el respeto propio y ajeno bajo la libertad de aceptarnos sin confundir con el libertinaje. Elegir, desde nuestra dignidad, a cada paso, nuestro comportamiento y actitud ante la vida. Remodelarnos según nuestros valores e ir cuestionando nuestras creencias limitadoras.
Si nos proponemos escucharnos, desde un diálogo interior totalmente libre de quejas y críticas, de manera que podamos tocar con nuestra esencia, nuestro máximo amor, eso es lo que ofreceremos externamente. Los apegos serán cada vez menos transgresores, más humildes y manejaremos una mayor capacidad de flexibilidad en la que nuestra experiencia se nutrirá de mucho más de lo que pudiéramos imaginar. Nada es totalmente tangible, todo pasa por nuestras reglas internas, todo es interpretado según las normas de nuestra vida, nuestros modelos mentales: valores y creencias. De ahí que cuando dialogamos con otras personas, podamos nutrirnos más, observando cómo para ellos la realidad no es igual a la nuestra. Por lo tanto, aquello que creemos tan sólido: “tener la razón”, ya no es tan importante ni frustrante. He ahí nuestra evolución, eso que recibimos y damos amplía nuestra experiencia, muchas veces, aun así,  hemos de “catar” por nuestra parte, eso que llamamos equivocarnos, tenemos el derecho a probar, a pesar de las experiencias vividas por otras personas. Otras veces, desde la empatía, ya tenemos suficiente.
Después de todo, la cultura es la traslación del saber ofrecido por muchos otros, con los que estamos en mayor o menor medida de acuerdo.


Retomando los pulmones del apego, ese constructo diario, y esa libertad última de saber vivir con uno mismo y ofrecer, sin esperar a que te ofrezcan, ni tampoco imponer, es uno de los caminos más dulces de llegar a un autoconocimiento placentero. Ya sabemos los valores intrínsecos al ser humano: el amor y la libertad. Por ellos se han generado milagros y matanzas, también por el poder. Damos vueltas y vueltas a lo largo de las generaciones con estos tres motivos por los que continuar sembrando y, de alguna manera, lo que decimos “luchando” por pertenecer a un mayor o menor grupo. Por ser visibles, importantes.
El amor lleva a la felicidad, si desatamos las barreras del amor, respiraremos y exhalaremos felicidad y amor. Esas barreras que aún sentimos de los seres queridos que ya no están en forma física las podemos transmutar con una sonrisa interior, de manera que, aunque ya no cohabiten en un mismo plano, notamos su presencia, entran en nuestros sueños, siguen ahí vivos en nuestra mente y corazón, son parte de nuestra alma, pero ahora ya sin los sufrimientos que acompañan a nuestra parte más material, nuestro necesario ego para poder tener ese acompañante del alma, nuestro cuerpo.

Doy gracias a todos los seres queridos que ya han partido y han volcado su amor en mis células, que, de la mejor manera que han sabido han compartido su bondad y templanza, su calor humano, sus vivencias.  El resto de momentos menos luminosos desde ellos mismos y así traducidos por mí, muchas veces sus miedos reflejados en palabras y actitudes, son diluidos.  Esa pequeña falta de luz, cuando estaban en esta vida es la que, desaparece en su recuerdo. De tener algo pendiente, siempre estamos a tiempo de hablar alma con alma, un nuevo diálogo interior y dejar en paz nuestro momento, pues ellos ya lo están. 

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